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jueves, 21 de mayo de 2015

22- LAS LEYES DE LA VIDA SUPERIOR



DE ANNIE BESANT

 



TEMAS TRATADOS:

1- La Conciencia Extensa
2- La Ley del Deber
3- La Ley del Sacrificio




PRIMERA CONFERENCIA

 

LA CONCIENCIA EXTENSA



Hermanos: Vamos a estudiar en común este año un asunto de vital importancia para el pensador, para el estudioso, para quienes desean ser útiles a la huma­nidad y ayudar a la raza en su progresiva evolución. He dado al asunto de mis conferencias el titulo de "Las leyes de la vida superior" porque muchas gentes re­ligiosas que a tal vida aspiran, parecen inclinados a substraerla del imperio de la ley, llevándola a extrañas regiones de arbitraria fantasía en donde se logre el éxito sin esfuerzo o se provoque la caída sin flaqueza que la determine. La idea de que la espiritualidad no está sujeta a Ley parece natural a primera vista, por­que encontramos correspondiente analogía en los me­dios por los cuales han llegado a dominarse las leyes del plano físico en proporción inversa a como fueron desdeñadas y desconocidas. Examinemos por un momento alguna de esas re­pentinas erupciones de las fuerzas naturales, alguno de esos tremendos estallidos que en pocas horas levantan altísimas montañas, que convierten los amenos valles en escarpadas cumbres y en eriales las tierras fértiles. El hombre pudo ver antes en estas erupciones algo arbitrario, algo cataclístico, inopinado, caótico y fuera del orden normal de la evolución; pero ulteriores estu­dios nos han enseñado que tan armónica es la erupción de un volcán como el paulatino levantamiento del fondo de los mares que al cabo de miles de años llega a ser cordillera de montañas. Aunque el primer movimiento parece cataclístico y ordenado el segundo, sabemos ac­tualmente que todo proceso natural, ya lento, ya sú­bito, ora previsto, ora inopinado, cae bajo el dominio de la Ley y está externamente ordenado en su reali­zación. Lo mismo ocurre en el mundo espiritual. Podemos ver alguna vez erupciones aparentemente repentinas de las fuerzas espirituales, cambios súbitos en la vida de un hombre, mudanzas inesperadas y completas de carácter y aun la entera transformación de la natura­leza de un hombre en una hora; pero sabemos que también en esto predomina la Ley, que tampoco en esto hay desorden; y si bien no lo comprendemos aún del todo, empezamos, sin embargo, a reconocer que así en el universo espiritual como en el físico, hay una Vida Suprema con infinita diversidad de manifestaciones, y que esta Vida es siempre ordenada en su acción, por extraña, maravillosa y sorprendente que parezca a nuestros ciegos ojos. Detengámonos, por lo tanto, en la idea de Ley para indagar su significado. Después de explicar lo que entiendo por "Ley" trataré de demostraros que, sin duda alguna, aun aparte de toda religión y de toda idea religiosa, hay una conciencia más extensa que la que actúa en el cerebro y en el sis­tema nervioso, una conciencia más amplia que aquella a que llamamos la conciencia del hombre despierto. Luego trataré de demostraros cómo esta más amplia conciencia puede empezar a desenvolverse y acrecen­tarse por medio del pleno reconocimiento de la Ley del Deber, por el esfuerzo en cumplir perfectamente todas las obligaciones de la vida. Y en la tercera y última conferencia pasaremos a la elevada y sublime esfera en donde la ley de la obligación interna releva a la ley de la obligación externa; en donde al deber que significa pago de deuda, substituye el sacrificio que es efusión de vida; en donde todo se hace gozosa y vo­luntariamente, con entera abnegación; en donde el hombre no ha de preguntar "¿qué debo hacer?", sino que obra porque el Divino flujo fluye por el canal de su vida y no necesita de impulso alguno, llegando a la perfección de la ley interna. Entonces se hace mayor el hombre por la Ley de Sacrificio que gobierna el universo y rige el corazón de los hombres, pues el Sa­crificio humano es débil reflejo del Divino Sacrificio por el cual fueron creados los mundos y tiene su mi­núscula reproducción, su leve destello, doquiera que el corazón del hombre se arroja a los Pies de Loto del Señor del Sacrificio y llega a ver de este modo un canal del Divino flujo, un canal de la vida del Logos, estrecho e insignificante en sus comienzos, pero que se va ensanchando hasta recibir de lleno la caudalosa corriente que se sirve del hombre como de un surco por do se derrama. Veamos ahora lo que hemos de entender por "Ley". Repetidas veces hallé contradictoria confusión en el significado de esta palabra, cuyas diversas inter­pretaciones dejan perplejo al estudiante. Al hablar de las leyes del mundo, todos sabéis muy bien lo que significan. La ley del mundo es mu­dable y cambia con las ideas de la autoridad que la promulga, ya emane esta autoridad de un monarca absoluto, ya de una Asamblea legislativa, bien se dicte en nombre de un soberano o bien en el del pueblo que por ella ha de regirse. La ley humana es siempre una cosa tan pronto hecha como deshecha; es mi orde­namiento promulgado, y la autoridad que la establece puede asimismo derogarla. Además, las leyes sociales son ordenativas o prohibitivas. Dicen: "haced esto"; "no hagáis aquello"; y estas prescripciones están san­cionadas por la pena. Si quebrantáis tal o cual ley su­friréis en consecuencia tal o cual castigo. Por otra parte, cuando estudiamos la sanción pe­nal de las leyes en diferentes países, los castigos que se infligen por el quebrantamiento de tal o cual mandato, vemos que son tan arbitrarios y mudables como las mismas leyes. No son en modo alguno el resultado de la acción por la cual se quebrantó la ley, sino que la pena se relaciona siempre con el quebrantamiento y, por lo tanto, puede variar en toda época. El robo, por ejemplo, está penado en un país con presidio, en otro con azotes, en otro con la mutilación de la mano y en otro con la horca. En ninguno de estos casos tiene la pena equidad alguna con el delito. Pero al hablar de las Leyes de la Naturaleza no significamos con ellas nada parecido a lo característico de las leyes humanas. Las Leyes de la Naturaleza no están promulgadas por una autoridad. Son el estatuto de las condiciones bajo las cuales ocurren invariable­mente ciertos hechos. No es ordenamiento, sino esta­tuto de condiciones. Doquiera se reúnen tales o  cuales condiciones se producirán tales o cuales hechos, como manifestación de una consecuencia, de una continui­dad inmutable, invariable e irrevocable, porque estas leyes son expresión de la Divina Naturaleza, en la que no caben mudanzas ni vacilaciones ni veleidades. La Ley de la Naturaleza no es un edicto de ordenación y mando que diga: "haced esto"; "no hagáis eso otro". Es  un estatuto según el cual las mismas causas o condi­ciones determinan irremediablemente los mismos efec­tos o fenómenos. Si las condiciones cambian, también cambiarán los resultados. Ninguna pena arbitraria está relacionada con la Ley de la Naturaleza, porque la Naturaleza no castiga. En la Naturaleza encontraréis el estatuto de las con­diciones, la continuidad de los hechos y nada más. Es­tableced tal o cual condición y obtendréis tal o cual consecuencia como inevitable resultado de la Ley, pero no como arbitraria imposición de pena. Aun podemos ampliar el contraste entre la Ley de la Naturaleza y la ley del hombre. La ley humana puede quebrantarse, pero no la Ley de la Naturaleza. La Naturaleza no ad­mite transgresión de su Ley. Podréis quebrantar las leyes humanas, no la de la Naturaleza, que permanece inmutable a pesar de cuanto hagáis por contrariarla. Aunque os estrellaseis en mil pedazos contra ella, subsistiría inmutable y firme como roca a cuyo pie se deshacen las olas en espuma. Tal es la Ley de la Naturaleza; un estatuto de condiciones, de consecuencias invariables, de hechos inquebrantables. Tal es la Ley. Así debéis considerarla el encontraros con ella tanto en la vida superior como en la inferior. De este modo tendréis el sentimiento de perfecta seguridad, de infinito poder e ilimitadas posibilidades. No estáis en una región de mudables caprichos en donde pueda suceder un día una cosa y mañana otra, sino que podéis obrar con absoluta certeza del re­sultado. No sois capaces de variar la Ley a vuestro an­tojo ni vuestras tornadizas acciones pueden alterar la Voluntad Eterna. Podéis obrar confiados en el resul­tado de la acción, porque descansáis en la Realidad, que es la única Ley del Universo. Pero hay algo necesario para obrar con seguridad y paz en el reino de la Ley: el conocimiento. Las mismas leyes que mientras estamos ignoran­tes de ellas pueden llevarnos en vaivén de una parte a otra, frustrar nuestros planes, esterilizar nuestros esfuerzos, desvanecer nuestras esperanzas y dejarnos al nivel del polvo, pueden también ser nuestras sirvientes, nuestras auxiliares y nuestros apoyos para la elevación cuando el conocimiento reemplaza a la ignorancia. Una vez más he de repetir aquellas palabras de un sabio inglés que debieran esculpirse en letras de oro: "La Naturaleza se domina por la obediencia". Conoced la Ley, obedecedla, obrad de acuerdo con ella, y alzán­doos con su fuerza infinita os conducirá a la meta que deseéis alcanzar. La Ley, que es un peligro mientras la ignoramos, se convierte en salvación cuando la cono­cemos y comprendemos. Ved cómo la Naturaleza fí­sica nos ha enseñado esta admirable verdad en pasa­das épocas. El lívido rayo que cae del tormentoso cielo, derruye las altas torres y arruina los edificios levan­tados por arte de arquitectura. ¡Cuán terrible, cuán dañino, cuán misterioso! ¿Cómo podrá el débil hombre afrontar el fuego del cielo? Pero el hombre aprendió a someter ese mismo fuego a su dominio bajo el yugo del conocimiento, y de él se sirve para transmitir su palabra a través de tierras y mares uniendo en un instante con los lazos de la comunicación y simpatía al hijo y al padre que están separados por miles de kilómetros de distancia. El rayo destructor se ha con­vertido en el fluido eléctrico que infunde esperanza y vida a los ansiosos padres, que envía mensajes de amor y buena voluntad a través de los montes y por encima de las olas. La Naturaleza queda subyugada y sus fuerzas se ponen a nuestro servicio en cuanto apren­demos a obrar de conformidad con ellas. Así sucede arriba y abajo con todas las demás fuerzas; así en cada región del universo visible e in­visible. Por lo tanto, debemos conocer las Leyes de la Vida Superior si queremos vivir en ella. Conocedlas y os elevarán a la meta; pero si las ignoráis se frustrarán vuestros esfuerzos y ningún resultado obtendréis de vuestra obra. Tratemos ahora de lo que he llamado Conciencia Extensa. Es necesario considerarla desde dos puntos de vista: Primero, desde el acostumbrado en Oriente que estudia la conciencia en lo interior y tiene por su ínfima manifestación la que actúa en el cuerpo físico como un limitado aspecto de la conciencia extensa; y segundo, desde el punto de vista familiar en Occidente, porque como las ciencias y el pensamiento de Europa se han difundido por los países orientales con trazas de adaptarse a los entendimientos, conviene demostrar que entre muchos sabios nutridos con la ciencia ma­terialista de Occidente cunde la convicción de que hay una conciencia más extensa que la del cerebro físico que transciende al cuerpo y es causa de hechos mara­villosos y enigmáticos que dan motivo a vivas polémi­cas y profundas observaciones con objeto de explicarlos según la Ley. La investigación experimental en el plano físico condujo a los sabios de Occidente al mismo resultado obtenido en Oriente por la práctica del Yoga según las enseñanzas orientales; es decir, el desenvolvimiento de la conciencia extensa que de arriba abajo contempla el plano físico. Los psicólogos orientales, fundados en el reconocimiento del Yo y viendo que el Yo actúa en distintos cuerpos y explican por deducción sus actos en el plano físico. Los psicólogos occidentales parten, por el contrario, del plano físico, estudiando primeramente el cuerpo y después la conciencia en él. Ascienden len­tamente peldaño tras peldaño hasta trascender las ordi­narias condiciones del cuerpo físico y producir artificial­mente estados de conciencia para cuya explicación for­jan vagas e hipotéticas teorías. El procedimiento es algo extraño y no muy seguro, pero no obstante conduce, aunque trabajosamente, al mismo fin logrado ya desde muy antiguo por la espiritual intuición de los videntes. Este es el asunto de que vamos a tratar. No hay precisión de definir la conciencia despierta, o sean las facultades intelectuales, emociones, etc., de que nos da incesantes pruebas la vida cotidiana. En Occidente se empieza el estudio de esta conciencia por el del cerebro y del sistema nervioso; y hubo un tiempo, hace cosa de veinticinco años, que la sicología necesitaba por base el estudio de la Fisiología. Los sabios decían: "Debemos empezar estudiando el cuerpo y el sistema nervioso con las leyes de su funcionamiento y las condiciones de su actividad, pues sólo así podremos comprender después la acción del pensamiento y las funciones de la mente. Los conocimientos fisiológicos darán base a la sico­logía racional". No afirmaré que de esta opinión par­ticipen los estudiantes más adelantados de Occidente; pero aunque funden sus estudios psicológicos en los fi­siológicos, podrán lograr muy notables resultados como sucede siempre que los hombres interrogan sinceramente a la Naturaleza. En un principio advirtieron los sabios occidentales que la conciencia del hombre no se contraía al estado de vigilia, y en consecuencia, empezaron a estudiar el sueño con objeto de analizar y comprender la acción de la conciencia mientras el cuerpo estaba dormido. Ordenaron los hechos luego de reunir gran número de ellos; pero vieron que sus investigaciones no eran satisfactorias por la dificultad de eliminar las condi­ciones cuyo estudio no era necesario. A veces el sueño provenía de una alteración funcional de los órganos del cuerpo; otras de indigestión o hartazgo. Convenía eli­minar estas condiciones, y por fin probaron de estu­diar la acción de la conciencia en sueño, provocándolo artificialmente de modo que reuniese determinadas condiciones elegidas a voluntad y no resultara de dis­turbios fisiológicos. Así empezaron las experiencias de hipnotismo que se han repetido infinidad de veces y cuya descripción se halla en los tratados especiales sobre la materia. ¿ Qué resultado dieron en suma los experimentos hipnóticos? Que en condiciones bajo las cuales era imposible el pensamiento normal, ya que el cerebro estaba aletargado, se producían fenómenos en extremo sorprendentes, pues no sólo no disminuía el vigor de las facultades intelectuales, sino que se hacían más penetrantes, agudas y perspicaces. Los experimen­tadores vieron con sorpresa que en el sueño hipnótico la memoria retrotraía sus recuerdos a los olvidados años de la vida, reproduciendo incidentes de la niñez; y que, aparte de la memoria, también se manifestaban más vigorosos y ágiles el juicio, el raciocinio y la ar­gumentación, resultando asimismo mayor lucidez en las funciones de los sentidos a pesar de la insensibili­dad física de los órganos. El ojo que ni siquiera pes­tañeaba expuesto al resplandor de una luz eléctrica, podía ver a distancias imposibles de alcanzar en es­tado de vigilia, leer libros cerrados, penetrar los cuer­pos opacos y describir las enfermedades internas del organismo a través de músculos y huesos. Lo mismo sucedía con el oído, que era capaz de escuchar soni­dos imperceptibles en estado de vigilia y responder a preguntas hechas desde lejanas distancias. Estos resultados dieron en qué pensar a los sabios y se di­jeron: ¿Qué conciencia es la que ve sin ojos y oye sin oídos, que recuerda y raciocina cuando el órgano de la memoria y de la razón está en letargo? ¿Qué conciencia es ésta y cuales son sus instrumentos? Pero no sólo en estado hipnótico se produjeron tales resultados. También se echó de ver que cuanto más profundo era el trance, tanto más elevada era la conciencia. Este fue el inmediato progreso en los experimentos. El trance poco profundo, sólo mos­traba cierta viveza de facultades; pero en cuanto aumentaba la intensidad del estado hipnótico, brilla­ban con mayor esplendor las manifestaciones de la conciencia. Los hechos observados establecieron el convencimiento de que el hombre no tenía una sola, sino varias conciencias, por lo relativo a su modo de actuar. Entre los numerosos experimentos realizados durante este estudio, cabe mencionar el caso de una zafia aldeana que en su estado normal de vigilia era estúpida, ignorante y torpe, pero que hipnotizada daba muestras de aguda inteligencia, siendo lo más raro que en estada. de trance se contemplaba a sí misma en su conciencia inferior y se trataba con frases despectivas y dicterios ultrajantes. Sometida a trance más profundo, revelaba to­davía mayor lucidez intelectual y más elevada con­ciencia, vituperando en sus graves y circunspectas palabras los actos, faltas y limitaciones de sus otros dos inferiores estados de conciencia. Así se revelaron en esta aldeana tres distintos estados de conciencia, con la circunstancia de que ésta era tanto más ele­vada cuanto más profundo el trance en que la sujeto caía. Se observó, además, otro hecho tan extraño como los anteriores. En estado de vigilia no recordaba ni sabía la aldeana lo más mínimo de sus segundo y ter­cer estado de conciencia que para ella eran como si no existiesen. Por otra parte, en el segundo estado de conciencia, conocía su individualidad en el plano fí­sico, pero no la del tercer estado de conciencia, en que a su vez dominaba los dos inferiores, sin presentir otro superior. Estas experiencias sugirieron además la idea de que no sólo podía demostrar la conciencia facultades superiores a las del normal estado de vigilia, sino que la conciencia inferior no podía conocer a la extensa conciencia que se revela más allá de sus limitaciones. La superior conoce a la inferior, pero no ésta a aquélla. Por lo tanto, la ignorancia en que se halla la concien­cia inferior no es prueba de que no exista la superior. Las imitaciones que atan la conciencia inferior no valen como argumentos contra el estado superior de ella. Tales han sido los principales resultados de la investigación científica en occidente. Examinemos ahora la cuestión bajo otro aspecto. Los fisiólogos materialistas, al estudiar cuidadosamente la estructura del cerebro, se detuvieron en el examen del de aquellos sujetos que habían mani­festado anormales circunstancias de conciencia sin hallarse en trance producido por medios artificiales. Esta escuela fisiológica puede resumirse en la afir­mación de Lombroso al decir que el cerebro del genio es tan anormal y tan enfermizo como el del loco, infi­riendo de ello que las manifestaciones cerebrales que se apartan de lo vulgar y corriente están determinadas por enfermedad del órgano y tienen la demencia por inevitable término. Antes de Lombroso ya hubo quien así opinase, pues un verso de Shakespeare dice que: "El genio está íntimamente aliado con la locura". No hubiera sido muy nociva en si misma esta afirmación a no haber llegado a la amplitud que le da la escuela de Lombroso, pues en este concepto es un arma de terrible filo contra las prácticas religiosas. Hay discípulos de esta escuela, que basando sus con­clusiones en hechos fisiológicos, afirman que el cere­bro se desequilibra cuando responde a ciertos estímu­los a que no puede responder el cerebro normal. Y dando mayor latitud a esta idea, se adelantan más allá y dicen: "He aquí la explicación de todas las prác­ticas religiosas. Siempre hubo místicos videntes y vi­sionarios. Todas las religiones nos ofrecen testimonio de hechos anormales, relatos de visiones y de fenó­menos que el cerebro sano y equilibrado, no es capaz de percibir. El visionario es un neurópata, un desequi­librado, un enfermo mental, ya se trate de un santo o de un sabio. Todas las experiencias de los santos y de los sabios, todas sus atestiguaciones de fenómenos relativos al mundo invisible, son sueños de la mente desequilibrada que funciona en un cerebro enfermo". Sorprendidas las gentes religiosas por semejante afirmación, no saben que responder a la para ellos aturdente blasfemia de que los santos no son sino neu­rasténicos y desequilibrados. Esta idea parece como si corroyera en su misma raíz las esperanzas de la humanidad, desmintiendo abiertamente los testimonios de la realidad de los mundos invisibles. Sin embargo, puede responderse fácilmente a tan audaz afirmación; pero antes conviene explanar las condiciones de la respuesta a fin de que sea lo más amplia posible. Supongamos verdadero todo cuanto afirma la es­cuela de Lombroso. Supongamos que los genios más excelsos de la humanidad en religión, ciencia y lite­ratura, hayan sido neurasténicos de enfermizo cerebro. ¿Qué tendremos con ello? Cuando aquilatamos el valor de lo que un hombre da al mundo, no atendemos al estado de su cerebro, sino a las consecuencias que su obra produce en el corazón, la conciencia y las acciones de los hombres. ¿Qué importaría, pues, que cada santo fuese mellizo de un lunático y cada visión de Dios y de los Devas fuese resultado de anormalidad cerebral? Por la va­lía de lo que dan al mundo hemos de justipreciar su mérito. Cuando un hombre cambia completamente de vida al ponerse en compañía de un santo, ¿podremos explicar la mudanza diciendo que está enfermo el ce­rebro del santo? Si así fuese, resultaría la enferme­dad del santo mucho más provechosa que la salud del pecador, y el cerebro anormal del genio mil veces más útil a la humanidad que el cerebro normal de hombre ordinario. Al preguntar qué nos han dado los genios y los santos, vemos que de estos neurópatas, de esos desequilibrados, surgieron las grandes verdades que estimulan los humanos esfuerzos, que nos consuelan en nuestras tristezas, y que descendiendo de Dios al hombre nos elevan sobre el temor a la muerte, reve­lándonos nuestra inmortalidad. ¿Qué importa el mar­bete que los fisiólogos quieran poner al cerebro? Yo reverencio a quienes dieron a la humanidad las ver­dades por las que vive. También podemos responder diciendo que está muy lejos de la verdad la afirmación de la escuela de Lombroso. Convengamos en que tiene algo de razón en lo concerniente a las condiciones fisiológicas, y es lógico que así sea, porque el cerebro normal del hombre, como resultado de su evolución en la presente etapa, es el más a propósito para relacionarse con los ordi­narios objetos del mundo, con los negocios mercan­tiles, las astucias del fraude y las opresiones del débil por el fuerte. El cerebro normal del hombre está bien dispuesto a tomar parte en las tormentosas agitacio­nes de la vida, en el bullicio del mundo, en los sucesos cotidianos; pero no esperéis que la conciencia supe­rior se manifieste por medio de un cerebro nutrido con groseros alimentos, esclavo de las pasiones y siervo de la crueldad y del egoísmo. ¿ Cómo esperar de este cerebro respuesta alguna a los espirituales impulsos de la conciencia Superior ni la más leve sensibilidad a las delicadas vibraciones de los mundos sutiles? Este cerebro es el producto de la evolución pasada y re­presenta lo pasado. Pero ¿cuales son aquellos otros cerebros que responden a vibraciones sutiles? Son los que guardan promesas para lo futuro y nos enseñan lo que será la evolución venidera, no lo que fue la evolución pasada. Por razón misma de su más sutil y desarrollada na­turaleza se ven los que van a la vanguardia de la evolución mucho más fácilmente perturbados por las groseras vibraciones del mundo inferior que los que están normalmente educados en ellas. Por el mero hecho de que su cerebro responde a las vibraciones su­tiles, resulta menos apto para responder a las groseras del mundo inferior. Hemos de tener en cuenta dos condiciones muy diferentes; primera, el cerebro sumamente desarro­llado, normalmente sensible y pronto a responder a las vibraciones sutiles con exquisita delicadeza de equi­librio; tal es el cerebro del genio, en sus diversas mo­dalidades espiritual, artística, científica y literaria. Segunda, el cerebro normal que por el influjo de in­tensas emociones se hace anormalmente sensitivo, que­dando más o menos desquiciado; tal es el cerebro de los devotos, místicos y videntes. El primero está normalmente bueno y sano, pero no muy bien adecuado a los requerimientos de la vida inferior, de lo que procede su desdén por los ordina­rios negocios de la vida. Con facilidad le hieren las vibraciones violentas y por ello son a menudo irri­tables e impacientes y sujetos a mayor o menor riesgo de perturbación. El delicado equilibrio de su compli­cado mecanismo nervioso se desarregla mucho más fácilmente que el recio y bien ajustado mecanismo de los cerebros menos desarrollados. Al fin de su evolu­ción habrán ganado estos cerebros en estabilidad y flexibilidad, pero actualmente pierden fácilmente el equilibrio. Los segundos, normalmente incapaces de responder a vibraciones sutiles, sólo pueden elevarse al ne­cesario punto de tensión por medio de un choque que lesione su mecanismo y produzca desórdenes nerviosos. Las emociones violentas, el ardiente anhelo de alcan­zar la Vida Superior, el prolongado ayuno, la oración concentrada, todo cuanto tiende los nervios, dará al cerebro la suficiente sensibilidad para responder a las vibraciones de los planos sutiles. Entonces sobrevienen las visiones y otros hechos anormales. La conciencia suprafísica encuentra por breve tiempo un vehículo bastante sensitivo para recibir y responder a sus im­pulsos. El cerebro neuropático no engendra la visión que pertenece a los mundos suprafísicos, pero reúne las condiciones necesarias para que la visión quede im­presa en la conciencia física. Por esto el histerismo y otras enfermedades nerviosas acompañan frecuente­mente a dichos fenómenos. Cierto es que cuando se comprende la evolución y prudentemente se la guía, no es la enfermedad nerviosa condición necesaria para realizar estas experien­cias; pero no es raro observar que, en muchos casos, las personas vulgares de cerebro anormalmente sensi­tivo que no están evolucionadas, que carecen del há­bito de inspección interior y de autoanálisis, que ig­noran las leyes según las cuales opera la conciencia, parecerán en el plano físico menos cuerdas que sus convivientes por su menor cuidado de las cosas de este mundo y su más solícita atención a las de la Vida Su­perior, Veamos por qué están expuestos a este peligro. La razón es muy sencilla. Una cuerda aflojada no emite nota alguna. Ponedla en tensión y vibrará. Sólo vibra cuando está tensa; pero sólo entonces hay riesgo de ruptura. Así sucede con el cerebro. Mientras está aflojado, por decirlo así, responde únicamente a las lentas vibraciones del plano físico y ninguna nota de la celeste música puede resonar en él, porque su ma­teria nerviosa no está suficientemente tensa para res­ponder a vibraciones más rápidas. Sólo cuando las emociones violentas le dan tensión, puede el cerebro ordinario responder a ellas. De aquí la anormalidad manifestada en excitaciones nerviosas como el histe­rismo o la epilepsia, que ponen la substancia cerebral en condición de responder a vibraciones más rápidas y sutiles que las del plano físico. La tensión del sis­tema nervioso es indispensable para las manifestacio­nes de la conciencia en la Vida Superior. Cuando com­prendáis bien este hecho, perderá toda su fuerza el ataque de la escuela de Lombroso a las prácticas re­ligiosas. La neurosis es natural porque el vehículo fí­sico no puede recibir vibraciones sutiles en su normal estado de evolución. Es preciso refinarlo y ponerlo tenso a fin de que sea capaz de recibirlas. En nuestra actual evolución, rodeados como estamos de groseras circunstancias, magnetismos impuros y perturbadoras influencias de toda especie, no es maravilla que el inepto cerebro, al excitarse para responder a lo su­perior, quede trastornado por lo inferior y llegue a discordar de las ásperas notas de la tierra. Si miramos a Oriente, veremos como previeron este peligro y lo evitaron guardándose de él. Los psi­cólogos orientales admiten un Yo que se envuelve upadhi tras upadhi, vehículo tras vehículo; un Yo que gradualmente va elaborando sus propios instrumentos. Elabora un upadhi o cuerpo mental, por cuyo medio se relaciona el pensamiento con el mundo exterior. Ela­bora un cuerpo astral cuyas emotivas potencias tiene expresión en el mundo exterior. Elabora un cuerpo físico a fin de ejercer por él su actividad en el mundo físico. La sicología oriental nos dice que la con­ciencia elabora cuerpos según sus necesidades. Ahora bien: ¿cómo se disponen estos cuerpos a las necesidades de la Conciencia Superior? Refinán­dolos poco a poco y sometiéndolos al dominio de lo Superior. De aquí que la meditación esté prescrita como uno de estos medios. Pero cuando un hombre quiso progresar rápidamente, vio que lo más acertado era irse al yermo y apartarse temporalmente del mun­do para sustraerse de este modo a sus groseras in­fluencias y ponerse en sitio a donde no alcanzaran las vibraciones ásperas. De aquí que estuviese menos ex­puesto a quedar conturbado por ellas. En los yermos y en los desiertos empezaron a meditar los anacoretas refinando y teniendo su cerebro por la concentración de la mente, por el gradual refreno de la concupiscen­cia y por la sostenida atención a las cosas superiores. La conciencia, actuando desde lo alto, operaba en el cerebro físico mediante la atención, y poco a poco lo iba poniendo más tenso, hasta hacerlo capaz de responder seguramente a las vibraciones elevadas. Des­pués se esforzaba en impulsar lo inferior hacia lo alto hasta permanecer indiferente a los estímulos del mundo exterior. La misma insensibilidad que respecto de las vibraciones exteriores logra el hipnotismo por medios artificiales, se adquiere mediante el Yoga por la completa sustracción de la conciencia a los sentidos orgánicos. La inmediata práctica después de restringir los sentidos, era mantener tranquilas las facultades in­telectuales y fijar la mente, a fin de que, cesando de vibrar, llegara a ser capaz de recibir las vibraciones de lo alto. Una vez la mente reposada y tranquila sin que deseo alguno pudiera turbar su serenidad como lago en perfecta calma, se reflejaba en ella el Yo, cuya majestad y gloria veía el hombre entre el silencio de los sentidos y la tranquilidad de la mente. Tal es el procedimiento oriental. Vemos desde este punto como cambia el cerebro, como se refina y desarrolla modificando sus lazos de relatividad según requiere la manifestación de la Con­ciencia Superior. Siguiendo esta línea de autodisci­plina o Yoga, ¿cuáles serán las condiciones evolutivas del cerebro? Primero, pureza de cuerpo; segundo, re­finamiento de cuerpo y creciente complejidad de ce­rebro. Esto es lo esencial. ¿Acaso es posible suponer que mientras os dominen las pasiones y sus exigen­cias os perturben, mientras no esté subyugado el cuerpo, seáis capaces de recibir el reflejo del Yo en vuestra mente? Debéis aprender a gobernar el cuerpo, a mantenerlo en régimen, dándole apropiado des­canso, conveniente ejercicio y debido alimento para satisfacer todas sus necesidades de modo que se con­serve en salud, no como dueño, sino como obediente siervo de la conciencia. Oíd lo que dice Krishna: "Ver­daderamente, ¡oh Arjuna!, el Yoga no es para el que come en abundancia ni para quien se excede en la abstinencia ni tampoco para quien mucho duerme ni para el que en demasía vela" [1]. Es preciso apartarse de los extremos; no torturar el cuerpo que ha de ser el instrumento, pero tampoco concederle aquello por lo que pueda creerse señor del Yo. Cuando se sigue este método, llega el cerebro a ser capaz de recibir vibraciones sutiles sin desequilibrarse y sin sacrificar la salud en la adquisición de sensibilidad y delicadeza. El yogui es sumamente sensitivo, pero está perfec­tamente sano. Sometido y purificado el cuerpo, po­demos hacerle sensible a las vibraciones superiores y ponerle en armonía con el son de sublimes notas. Mas, para lograrlo, hemos de apartar nuestro interés de las cosas inferiores y quedar indiferentes a los atractivos del mundo exterior. Hemos de tener ar­monía, vairagya, porque tal es la condición requerida por la conciencia superior para manifestarse en el mundo físico. Mientras apetezcáis las cosas de la tierra, la Conciencia superior no podrá emplear el cuerpo carnal como vehículo. Para que se manifieste en este mundo es preciso emprender el sendero de la inquebrantable devoción al Supremo, con un claro y equilibrado desarrollo de la mente y de las emociones. Hemos de practicar la pureza de vida, la compasión y la ternura; hemos de aprender a contemplar el Yo en cada uno de cuantos nos rodean, en el feo y en el hermoso, en el potentado y en el desvalido, en la planta y en el Deva. Verdaderamente ve quien ve el Yo en todas las cosas y todas las cosas en el Yo.




SEGUNDA CONFERENCIA

 

LA LEY DEL DEBER

Hermanos: En la conferencia anterior estableci­mos ciertas condiciones definidas. Estudiamos la naturaleza de la Ley viendo cómo en cada uno de nos­otros hay una conciencia más extensa que la operante en el cerebro despierto. Vimos también que para la manifestación de aquélla era necesario dominar com­pletamente los sentidos y restringir la mente. A esto llegamos en nuestro estudio de la Vida Superior. Entremos ahora en otra fase para considerar cómo debe conducirse el hombre a fin de que la Conciencia Superior pueda manifestarse en él con pleno poderío. Necesitamos ver las etapas preparatorias y convencer­nos de que dentro de nuestras actuales posibilidades cabe en nosotros la preparación al divino florecimiento de la conciencia que interiormente tiene cada uno de nosotros en capullo. A fin de mejor comprender esta idea, definiremos previamente dos o tres palabras que necesitamos para el estudio. En primer lugar, ¿qué significa Vida Superior? He empleado esta expresión en su más amplio con­cepto, comprensivo de todas las manifestaciones de la vida suprafísica, las manifestaciones del hombre en los diversos mundos invisibles a los ojos de la carne, o sean las regiones llamadas "planos", como el astral, mental, búdico, átmico y cualesquiera otros que se extiendan más allá en el infinito universo. ¿Qué significa la palabra espiritual? No todas las manifestaciones de la Vida Superior, tal como la he­mos definido, son necesariamente espirituales. Debe­mos abstraer de la conciencia en sí misma, la forma en que está incorporada la conciencia. Nada de lo perteneciente a la forma es de naturaleza espiritual. La vida de la forma en cada plano pertenece a la manifestación prakrítica, pero no a la espiritual. La manifestación de la vida en la forma puede realizarse en los planos astral o mental, pero será en ellos tan inespiritual como en el físico. Por doquiera es pura­mente fenomenal la manifestación prakrítica, y lo fenomenal no puede ser espiritual. Debemos tener esto muy en cuenta, porque sino erraríamos lastimosa­mente en nuestro estudio, desacertando los medios por que evoluciona lo espiritual. No importa que la forma viva en un plano superior o inferior, que sea mineral, vegetal, animal, hombre o deva, pues en tanto es de naturaleza prakrítica y fenomenal, no participa en lo más mínimo de la espiritual naturaleza. El hombre puede elaborar poderes astrales o mentales, puede te­ner ojos que vean muy lejos en el espacio y ojeen el universo, puede oír los himnos de los devas y escuchar los celestes cánticos; pero todo esto es fenomenal y transitorio. Lo Espiritual y lo Eterno no son propios de la vida de la forma. ¿ Qué significa, pues, lo espiritual? Es la vida de la Conciencia que reconoce la Unidad, que ve el Yo en todas las cosas y todas las cosas en el Yo. La vida espiritual es la vida que penetra el infinito número de fenómenos, que desgarra el velo de Maya y ve al Único y Eterno en las mudables formas. Conocer el Yo, amar el Yo, realizar el Yo. Esto y sólo esto es Espiritualidad, del mismo modo que ver el Yo por doquiera es Sabiduría. Todo cuanto de esto se aparte, es ignorancia, todo es inespiritual. Una vez hayáis comprendido esta definición, os veréis compelidos a escoger lo real y no lo fenomenal, a distinguir la vida del Espíritu de la vida de la forma aun en los planos superiores, a adoptar determinados medios para des­envolver la vida espiritual e inquirir las leyes que rigen las manifestaciones de la Conciencia, a fin de reconocer por doquiera su unidad con toda Concien­cia, de suerte que améis las formas, no por sí mismos, sino por el Ser que es vida y realidad de la forma. Re­cordad como Yajñavalkya aleccionaba a Maitreyi cuan­do ésta quiso conocer el aspecto espiritual de la Vida Superior. Le decía: "No porque sea marido debe amarse al marido, sino por razón del Yo. No porque sea esposa debe amarse a la esposa, sino por razón del Yo". Y así sucesivamente habla de los hijos y amigos hasta llegar a la vida que se extiende más allá de la física, diciendo: "No porque sean Devas hay que amar a los Devas, sino por razón del Yo". Tal es la nota del Espiritu. Todo está en el Yo. El Uno está realmente en todas partes. ¿Cómo podre­mos alcanzarle, cómo conocerle, si la materia nos ciega? Observad que el primer paso en firme hacia este alcance y conocimiento es la Ley del Deber. Deten­gámonos un momento para comprender por qué esta ley es la primera verdad a que el hombre ha de obe­decer si anhela alzarse a la vida espiritual. En nuestro rededor hay seres pertenecientes a los mundos supe­riores que no son espirituales, pero que ejercitan enor­mes fuerzas y vigorizan la naturaleza sometiendo la materia a su voluntad. Son pujantes seres de tre­mendo poder que ordenan el mundo en torno nuestro impeliendo algunos la evolución por medio de los no­bles pensamientos y elevados propósitos que inspiran, y auxiliándola otros mediante su esfuerzo en impedir el progreso del hombre y extraviarle a fin de que aprenda a poner los pies en firme y por su lucha con­tra la injusticia llegue a ser perfecto en la justicia. Uno y otro de estos aspectos son de la manifestación divina, porque no podemos tener luz sin tinieblas ni progreso sin embarazo ni evolución sin impedimento. Precisamente la fuerza que a la evolución contraria es la que da estabilidad al progreso y facilita el supe­rior crecimiento del hombre. Debemos precavemos, sin embargo, de caer en el vulgar error de confundir las funciones de ambas. Las fuerzas y los seres del mundo superior que impelen la evolución, que nos guían, inspiran, realzan y purifican, deben ser objeto de justa reverencia, podemos seguir con toda seguri­dad sus senderos y levantar confiadamente a ellos nuestras súplicas. Las otras fuerzas serán nuestras amigas en cuanto las resistamos y contrariemos pues sólo pueden servirnos cuando contra ellas luchamos, pues entonces vigorizan nuestros músculos y nervios espirituales. Pero el éxito que en la evolución obten­gamos dentro del dominio de estas segundas fuerzas, depende de nuestro esfuerzo en combatirlas, y la fuerza desarrollada en la lucha nos auxilia en la evolución. No debemos seguirlas ni obedecerlas ni evocarlas ni meditar en ellas. ¿Cómo, pues, podrá el caminante escoger el sendero y cómo distinguir unas de otras? Por la Ley del Deber, por el divino Yo que muestra el sendero del progreso, por obediencia al Deber so­bre toda otra cosa, por devoción a la Verdad, que es lo mayor que existe, y así hemos de adorarla sin som­bra de inconstancia ni intento de mudanza. Se ha dicho alguna vez, y es muy cierto, que en el idioma sánscrito no hay palabra significadora de lo que en Occidente llamamos Conciencia. Según testi­monio de los escolares sánscritos, sabemos que la pa­labra Conciencia carece de equivalente en dicha lengua. Pero no hemos de atender a las palabras, sino a las cosas, y no a los labios, sino a los hechos. Yo pregunto en qué Escrituras o en qué literatura pode­mos hallar mejor expresada esta idea de Conciencia que en las Escrituras y literaturas orientales, tan abundantes en ejemplos del respeto a la Conciencia y de la devoción al Deber que resplandecen áureamente en la vida práctica de los hombres de la vieja India y en los preceptos que esmaltan los libros sánscritos. Sirva de modelo la conducta de Yudhishthira, el justo rey que, cierta vez, puesto a prueba en manos del mismo Shri Krishna había desmayado en la verdad. Ved como en los últimos momentos de su vida, antes de dejar este mundo, le invita Indra, el rey de los Devas, a subir a su carro para conducirle al cielo. Recordad como, señalando al fiel perro que con él había sobrevivido a la terrible jornada por el gran desierto, dijo: "Mi corazón palpita de piedad por el perro. Permite que venga conmigo al cielo". "No hay en el cielo sitio para los perros", replicó Indra. Y como todavía insistiese Yudhishthira, el rey de los Devas repuso irónicamente: "Viste morir a tus hermanos en el gran desierto y allí los dejaste muertos. Viste morir a Draupadi y su cadáver no estorbó tu camino. Si atrás dejas a hermanos y esposa, ¿por qué te apegas a un perro y quieres traerlo contigo?". Entonces re­plicó Yudhishthira: "Nada es posible hacer por los muertos, y ayudar no puedo a mis hermanos ni a mi esposa. Pero esta criatura está viva y no muerta. Tan grave como matar a un iniciado y depredar los bienes del Brahmana es el pecado de abandonar sin ayuda a quien en nosotros buscó refugio. No iré solo al cielo". Yudhishthira se mantuvo firme contra los divinos argumentos, y entonces, no pudiendo lndra conven­cerle, quedó muerto repentinamente el perro y Dhar­ma le permitió entrar en el cielo. Más poderosa que la exhortación de lndra era la firmísima conciencia del rey. Ni el incentivo de inmortalidad fue parte a desviarle del deber ni la dulce habla del Deva le apartó del recto sendero por el que se dirigía su con­ciencia. Retrocedamos ahora en evolución para examinar otro caso. Bali, rey de Daityas, estaba ofreciendo cierto día un sacrificio al Supremo, cuando llegó un infeliz enano a impetrar una gracia. "Te pido, ¡oh rey!, tres pasos de tierra como don de sacrificio". Considerando el rey muy poca cosa el espacio de tierra que el pobre enano pudiese medir con sus cortas piernas, le concedió inmediatamente la gracia; pero, ¡oh sor­presa!, el primer paso abarcó la tierra y el segundo el cielo. ¿En dónde dar el tercer paso? Si cielo y tierra estaban ya abarcados, qué quedaba? Tan sólo el pecho de los devotos que, tendiéndose boca arriba, forma­ron suelo en donde dar el tercer paso. Protestaron entonces los vasallos llamándose a decepción y en­gaño, diciendo al rey: "Hari te empuja a tu pérdida. Quebranta la palabra y no permitas la ruina de tus fieles". Pero aunque las voces ensordecían sus oídos, el rey prefirió la verdad, el deber y la conciencia, aun a riesgo de perder corona y vida, y se mantuvo infle­xible. Llegó entonces su Guru a quien el rey reve­renciaba en extremo, y enterado del caso le invitó a que retirase la palabra empeñada; pero tampoco Bali quiso escucharle. El Guru le maldijo por su desobe­diencia; pero en aquel momento apareció Vishnu cu­briendo cielos y tierra con su potente forma, oyéndose en el silencio una voz suave que decía: "Bali combatido y derrotado en todas partes, ultrajado por sus amigos y maldecido por su preceptor, este Bali no quebrantó la fidelidad". Entonces declaró Vishnu que Bali llegaría a ser en un futuro Kalpa, el rey de los Devas, porque sólo ha de confiarse el poder al guar­dador de la fidelidad. Ante éstos y otros muchos casos que podríamos citar, ¿qué importa la falta de determinada palabra para designar la conciencia? Constantemente refulge la idea de fidelidad al deber, el reconocimiento de la Ley del Deber. Y ¿qué palabra es clave de todas para el pueblo indo? Es Dharma, es decir, el deber, la rectitud. ¿Qué es, pues, la Ley del Deber? Su concepto varía en cada etapa de evolución, aunque el principio permanece constante. Progresa al compás de la evo­lución. El deber del salvaje no es el mismo que el del hombre culto y civilizado. El deber del maestro no es el mismo que el del rey. El del comerciante no es el mismo que el del soldado. Así que al estudiar la Ley del Deber hemos de atender previamente al peldaño de evolución en que estamos situados, para estudiar las circunstancias que revelan nuestro Karma, nues­tros poderes y capacidades y convencemos de nuestra flaqueza. Mediante este cuidadoso estudio hallaremos la Ley del Deber que ha de guiar nuestros pasos. Un mismo Dharma rige para todos cuantos se hallan en iguales circunstancias y en la misma etapa de evolución. Hay deberes que a todos obligan. Los múltiples deberes prescriptos por Manu conciernen a todos los que están evolucionando. Son los deberes que el hombre tiene con el hombre. La experiencia del pasado los instituyó y no cabe duda sobre ellos. Pero hay muchos aspectos del Dharma cuyo ca­rácter ofrece complejidad. El verdadero obstáculo con que a menudo tropiezan quienes se esfuerzan en pro­seguir el sendero espiritual consiste en discernir su Dharma y conocer qué Ley del Deber requiere. Muchos casos hay en nuestra experiencia diaria, en que surge el conflicto entre los deberes. Un deber solicita de nosotros una dirección y otro deber la di­rección opuesta. Nos encontramos entonces perplejos ante el Dharma, como se vio Arjuna en Kurukshetra. Algunas dificultades de la Vida Superior son el toque de la Conciencia evolucionante. Poco cuesta cumplir el deber claro y sencillo, pues desatino fuera que así no sucediese; pero cuando está embarazado el sen­dero de la acción, cuando no vemos bien la vía del deber, ¿cómo podremos seguirla en tinieblas? Diver­sos peligros hay que entenebrecen la razón, nublan la vista e impiden discernir el deber. Nuestro actual enemigo es la personalidad, el yo inferior que se re­viste de cien formas diferentes, que algunas veces se disfraza con máscara de Dharma para que no podamos reconocer el nuestro, y al seguirle caminamos por la senda del deseo y no por la del deber. ¿Cómo, pues, distinguiremos cuándo nos domina la personalidad y cuándo la regimos debidamente? ¿Cómo conoceremos si estamos descarriados, si la atmósfera de personali­dad que nos circunda vela el deber con las nieblas de la pasión y del deseo? Yo no conozco más seguro medio para esta prueba que retirarse sosegadamente al aposento del corazón, tratando de extirpar los personales deseos a fin de prescindir, siquiera por un momento, de la persona­lidad y mirar las cosas con intensa y clara luz, supli­cando a nuestro Maestro que nos guíe. Así iluminados por tan brillante luz y con auxilio de la oración, del examen interno y de la meditación, podremos elegir el sendero que nos parezca del deber. Tal vez nos desviemos a pesar de nuestros esfuerzos en ver claro; mas en este caso recordemos que el error es necesario para aprender las lecciones imprescindibles en nues­tro progreso. Podemos equivocarnos y elegir el sen­dero de deseos, extraviados por su influencia y mo­vidos por el ahamkara cuando creyéramos estarlo por el dharma. Aunque así sea, habremos obrado bien al esforzarnos por ver claro, y al resolvernos, procede­mos rectamente. Aun si en nuestro intento de obrar con justicia caemos en la acción contraria, hemos de tener la seguridad de que nos corregirá nuestro Dios interno. ¿Por qué hemos de desalentarnos si incurri­mos en yerro, cuando nuestro corazón está fijo en el Supremo y nos esforzamos en ver la justicia? Lejos de ello, cuando hemos luchado por lo justo e incurri­mos en injusticia por ceguedad, debemos recibir gus­tosos la pena que esclarece la visión mental exclamar suplicando a Dios: "Vuelve a enviar Tus llamas para que destruyan cuanto ciega la vista y consuman la escoria que impurifica el oro. Quémanos, ¡oh Radiante Ser!, hasta que del fuego salgamos como el oro acri­solado y limpio de toda impureza". Mas si cobardemente eludimos la responsabilidad de tomar una decisión, y sordos a la voz de la con­ciencia escogemos el trillado camino que otro pueda mostrarnos como de virtud, pero que nosotros pre­sentimos que es de vicio, y así contra nuestra conciencia seguimos el sendero de otro, ¿que hemos he­cho con ello? Ahogar en nuestro interior la voz di­vina, preferir lo bajo a lo alto, lo fácil a lo difícil y renunciar a la voluntad en vez de vigorizarla. Y aun­que el sendero que hollamos por inducción ajena fuese mejor que el que hubiésemos podido elegir libremente, no por ello resultaría menos perjudicada nuestra evolución, por la debilidad que tuvimos de no hacer lo que creíamos justo. Este error es mil veces más nocivo que la obcecación determinada por los incentivos del deseo. Obrar de acuerdo con lo que creamos justo, es el Único sendero seguro para el aspirante a la espiri­tualidad. Si quebrantáis vuestro sentido de la jus­ticia tomando por justo lo que interiormente sentís como injusto, cediendo a influencia o mandato ajeno, entonces perderéis la facultad de distinguir lo justo de lo injusto, apagaréis la única luz que os alumbra, aunque débilmente, y preferiréis caminar en tinie­blas. ¿ Cómo seremos capaces de distinguir la luz de la obscuridad, a los blancos de los negros, al Deva del Asura, sino por el toque del deber y por la rectitud que en ellos se encarne? En donde el deber no se cumple, en donde no hay caridad ni pureza ni abne­gación, podrá haber poderes, pero en modo alguno la espiritualidad que ilumina al mundo y depara ejem­plo a los hombres. No esperamos hallar expedito y llano el sendero de la aspiración espiritual, porque la vida del espíritu sólo se alcanza a copia de reiterados esfuerzos y fre­cuentes caídas, y únicamente se camina por el sen­dero del deber apoyándose en la infatigable perseve­rancia. Ansiemos tan sólo el conocimiento de la justicia, y con seguridad llegaremos a conocerla aunque haya­mos de buscarla por caminos de amargura. Obremos en nuestra vida diaria tan rectamente como sepamos, con la seguridad de que iremos viendo más claro se­gún adelantemos. En cuanto a la confusión experimentada por mu­chos, respecto de los guías a propósito para auxi­liarlos en la subida y tocante a conocerlos por tales guías, hemos de ver cuáles son los testimonios y prue­bas de la vida espiritual, de la espiritualidad que es dechado, ejemplo y luz del mundo. La prueba y testimonio del hombre espiritual­mente evolucionado, apto para servir a los demás de guía, protector y maestro, está en la perfección de las cualidades que el aspirante se afana por establecer en sí mismo. El Maestro cumple perfectamente lo que el aspirante imperfectamente, y encarna el ideal que este otro se esfuerza en perseguir. ¿Cuáles son, pues, las cualidades que caracterizan la vida espiritual? En nuestro rededor vemos por todos lados hom­bres y mujeres afanosos de luz y luchando por su de­senvolvimiento, pero intrigados, erráticos y confusos. Con todos y cada uno de los que encontremos, de los que entren en el círculo de nuestra vida, contraemos un deber. El mundo no gira al azar y ningún aconte­cimiento meramente fortuito ocurre en la vida del hombre. Los deberes son las obligaciones que tene­mos con quienes nos rodean, y cada uno de los que están en nuestro campo de acción exige de nosotros un deber. ¿Cuál es este deber? Es el definitivo saldo de las deudas contraídas, según nos enseñan nuestros estudios. El deber de respeto y obediencia a los superiores; el deber de afabilidad y benevolencia a los iguales; el deber de protección, misericordia y auxilio a los inferiores. Estos son los deberes generales y nin­gún aspirante ha de desmayar en la esperanza de col­marlos plenamente, sin lo que no es posible la vida espiritual. Pero aunque nos hayamos descargado por com­pleto de las deudas avaladas por la ley, aun después de satisfechas las obligaciones impuestas por nuestro nacimiento, por los lazos de familia, por las relaciones sociales y por el Karma de nuestra nación, todavía nos queda por cumplir un elevado deber que podemos co­locar ante nosotros como luz alumbradora de nuestro sendero. Cuando alguien entre en nuestro círculo de vida, procuremos que al salir de él haya mejorado por su contacto con nosotros. Si es ignorante y sabemos más, enseñémosle; si está triste, compartamos con él su pena y démosle consuelo; si desvalido y nosotros fuertes, procuremos que se vaya alentado por nuestra fortaleza y no humillado por nuestra soberbia. Seamos doquiera benévolos y pacientes, amables y cariñosos con todos. No nos mostremos ásperos de modo que los pongamos en confusión, perplejidad y extravío. Bastantes tristezas hay en el mundo. Que el hombre espiritual sea fuente de consuelo y paz; que sea luz del mundo para que todos caminen con más seguridad al llegar al círculo de su iluminación. Procuremos que se aquilate nuestra espiritualidad por sus efectos en el mundo, y que el mundo sea cada vez mejor, más puro y más feliz a causa de nuestra influencia en él. ¿Para qué viviríamos sino para servir, amar y sostener a los demás? ¿Ha de ser el hombre espiritual obstáculo o ha de ser impulso de la humanidad? ¿Ha de ser Salvador del género humano o impedimento de la evolución de sus hermanos que de él se aparten descorazonados? Cuidad de cómo podéis afectar a los demás con vuestra influencia y tened cuenta de cómo vuestras palabras hieren su vida. Vuestra lengua debe ser afa­ble y amorosas vuestras palabras. Ni calumnia ni ma­ledicencia ni injuria ni sospecha infundada han de manchar los labios que están esforzándose por ser vehículos de la vida espiritual. La dificultad yace en nosotros y no fuera de nosotros. En nuestra propia vida; en nuestra propia conducta debemos efectuar la evolución espiritual. Ayudad a vuestros hermanos y no seáis duros de corazón con ellos. Levantad al caído y acordaos que si hoy estáis en pie, también podéis caer mañana y necesitar que os levanten manos ajenas. Todas las Escrituras declaran la infinita miseri­cordia del corazón de la Vida Divina. Misericordioso ha de ser, por lo tanto, el hombre espiritual. Procu­remos en la medida de nuestras pobres fuerzas, con nuestro pequeño cáliz de amor, dar a nuestros her­manos una gota de aquel océano de compasión que baña al universo. Nunca habéis de tener por injusto el ayudar a los desvalidos posponiendo vuestras ne­cesidades a las suyas. Esto y sólo esto es la verdadera espiritualidad que significa la vuelta al punto de nuestra proceden­cia, el reconocimiento del Yo en todas las cosas. El hombre espiritual debe llevar vida más alta que la del altruismo. Debe llevar la vida de identificación con todo cuanto alienta y vive. En este mundo el "otro" no existe. Todos somos uno. Cada cual es una forma separada, pero en todos alienta y vive el mismo Espíritu. Escuchad que dice sobre el Amor Divino, Shrí Krishna, cuando al contemplar el mundo de los hom­bres, pronuncia su veredicto sobre justos y pecado­res: "Aun si el más grande pecador Me adora con entero corazón, ha de ser contado entre los justos, puesto que se determinó en derechura. Rápidamente llega a ser justo y se encamina a la eterna Paz, ¡oh Kaunteya! Ten por cierto que jamás perecen mis devotos" [2]. Resolveos, pues, rectamente y no temáis que nada le falte a vuestro corazón. Podréis perturbaros, podréis errar, podréis caer una y otra vez, pero prontamente alcanzaréis la plenitud del deber y gozaréis la Eterna Paz. Seamos, por lo tanto, devotos del Amor Supremo. Reconozcamos nuestra unidad en El, y por lo tanto, nuestra unidad con todos los seres. Si rectamente nos determinamos, nada importarán nuestra debilidad y nuestras faltas, porque fiados en la promesa de quien es la misma Fidelidad, pronto alcanzaremos la ple­nitud del deber para lograr la Paz.




TERCERA CONFERENCIA

 

LA LEY DEL SACRIFICIO


Hermanos: Ya vimos que el hombre sólo puede reconocerse como Conciencia Superior en la propor­ción en que apacigüe sus sentidos y restrinja su mente. Vimos después que avanza hacia el reconocimiento de la Vida Superior en la medida en que obedece a la Ley del Deber y cuando firmemente se resuelve a satisfacer las obligaciones contraídas. Trataremos ahora de elevarnos a la región su­perior para ver cómo, después de cumplida la Ley del Deber, le impele aun más allá la del Sacrificio, capa­citándole para unirse con la Divinidad. Estudiaremos, pues, la Ley del Sacrificio. Con verdad se ha dicho varias veces que el sacrificio es inherente al uni­verso en que vivimos. ¿ Y cómo no, si el universo tuvo origen en un acto de sacrificio, en la limitación del Logos a fin de que surgieran los mundos? Todas las religiones exponen acerca de este punto las mis­mas enseñanzas, todas declaran que la manifestación del universo fue un acto de Sacrificio Divino. Podría citar al efecto textos de todas las Escrituras, pero es un punto tan conocido que no necesita prueba alguna. La naturaleza de este sacrificio consiste para nosotros en que lo Inmaterial asume las limitaciones de la materia, en que se condiciona lo Incondicionado y en que se ata lo Libre. Al observar la evolución del universo echamos de ver que esta manifestación de vida sólo es posible mediante sus limitaciones, que constituyen las características de su evolución, pues tan luego como la vida llega a manifestarse forma tras forma, asumiendo sucesivamente otras nuevas, ha de proseguir evolucionando sin cesar. Vemos que la vida manifiesta en la materia atrae a su alrededor la ma­teria apropiada a su forma. A medida que la forma va desgastándose por el ejercicio de las funciones vitales, la vida renueva por asimilación la materia perdida. Vemos que la forma está en continuo desgaste y reparación y que la vida sólo puede manifestarse alle­gando a su forma nueva materia en substitución de la eliminada, conservándola así como vehículo de ma­nifestación. Sólo por esta simultánea asimilación y desasimilación de la materia puede la vida desenvol­verse en la forma. Así surge respecto del crecimiento de los seres la idea de que por asimilación, por sostenimiento, se conserva y desenvuelve la vida. En su contacto con la materia, la vida aprende que, en las primeras etapas, tomar, asimilar, sostener y guardar, no son realmente condiciones de vida, sino requisitos necesarios para el mantenimiento de la forma en que se manifiesta la vida. La forma no puede subsistir sino por la asimi­lación de nueva materia. Según la vida crece y se desarrolla, esta continua asimilación es la caracterís­tica del evolucionante Jiva. Doquiera aprende que en el sendero de Pravritti, en el sendero de manifesta­ción, debe tomar, coger, asimilar y conservar. Doquiera aprende a asimilarse otras formas por cuya unión con la suya propia asegure la continuidad de su existen­cia en la forma. Cuando los grandes Maestros empie­zan a aleccionar al evolucionante Jivatma, cuando éste ha llegado al necesario punto de materialidad, re­cibe entonces lecciones contrarias a todas sus prece­dentes experiencias. El Maestro le dice: "La vida no sólo se conserva por simple asimilación, sino también por el sacrificio de aquello que ya se ha asimilado. Es un error creer que puedas vivir y crecer tan sólo a costa de otras formas, por la absorción de la vida circundante. Todos los mundos están regidos por la ley de interdependencia. Todos los seres vivientes exis­ten por virtud de cambios recíprocos, por el reconoci­miento de su mutua dependencia. Tú no puedes vivir solo en un mundo de formas. Tú no puedes conservar la tuya apropiándote otras formas sin contraer una deuda que has de pagar sacrificando algo de lo tuyo para el mantenimiento de otras vidas, pues todas, como por áurea cadena, están entrelazadas por la Ley del Sacrificio". El universo emanó de un acto de sacrificio supre­mo y sólo puede conservarse por la continua renova­ción del sacrificio. Oíd lo que enseña Shri Krishna: "Si este mundo no es para quienes prescinden del sacrificio, ¿cómo ha de serlo el otro, ¡oh el mejor de los Kurabas ? [3]. Así, pues, no puede el hombre vivir en un mundo de formas a menos que practique actos de sacrificio. La volteante rueda de la vida quedará inmóvil si cada ser viviente no ayuda a su volteo practicando actos de sacrificio. Por el sacrificio se conserva la vida y el sacrificio es raíz de toda evolución. A fin de dar debidamente esta nueva enseñanza, vemos que los grandes Maestros recomiendan con in­sistencia los actos de sacrificio, demostrando que por virtud de estos actos gira la rueda de la vida cuyas vueltas nos allegan todo bien. Así vemos que el ritual índo establece los cinco sacrificios cuyo amplio círculo abarca cuantos son necesarios para el mantenimiento de todas las criaturas, Se nos enseña que nuestras relaciones con el mun­do invisible, con el mundo de los Devas, sólo pueden sostenerse mediante el sacrificio en honor de los De­vas, por el que reconocemos nuestra interdependencia. "Alimentad a los Dioses con el sacrificio y podrán alimentaros los Dioses. Así, alimentándoos mutuamente, alcanzaréis el Supremo bien" [4] . Viene después el sacrificio ofrecido a los Rishis, a los sabios, a los Maestros. Es el sacrificio de estudio con cuyo cumplimiento satisfacemos una deuda y nos descargamos de una obligación. Porque por el estudio aprendemos para enseñar y de esta manera transmitimos los conocimientos de generación en generación. También aprendemos luego que hemos de pagar la deuda contraída con los ascendientes, que se resume en el sacrificio a los antecesores, a los Pitris, recono­ciendo con ello que el haber recibido del pasado nos obliga a dar a lo venidero. Seguidamente aprendemos a satisfacer nuestra deuda con la Humanidad. Se nos enseña que cada día debemos sustentar a un hombre por lo menos. Sin embargo, la esencia de este acto no consiste en la mera sustentación de un hambriento, pues en aquel hombre a quien alimentamos queda alimentado también el Señor del Sacrificio y con El la Humanidad. Al llegar Durvasa hambriento a donde estaban desterrados los Pandavas y al pedirles que comer cuando éstos habían ya concluido su refacción, suplió el Señor del Sacrificio la penuria mandando a los Pandavas que buscasen alimento; y como encon­traran un grano de arroz, con él sació el hambre, y en la satisfacción de su hambre quedaron satisfechos la gran hueste de ascetas. Así también sucede con el sacrificio en pro del hombre. Alimentando a un men­digo hambriento, alimentamos a quien se siente in­fundido en toda humana vida y así alimentamos a la misma humanidad. Por último, aprendemos lo que es el sacrificio en pro de los animales. Si diariamente sustentamos a dos o tres, también damos alimento al Señor de los animales en Su creación animal, y por este sacrificio se mantiene el mundo animal. Tales fueron las lecciones dadas a la joven hu­manidad enseñándole la forma y esencia de los actos de sacrificio. Así vemos que el espíritu de la ley de los cinco sacrificios es mucho más valioso que la letra de la misma ley. Así aprendemos a extender a este espíritu de sacrificio el reconocimiento de la Ley del Deber. Cuando la Ley de Sacrificio se entreteje de esta suerte con la Ley del Deber, aparece el inmediato peldaño ante el evolucionante Jiva. Ya sabéis practicar algunos actos por obligación. Sabéis que: "el mundo está ligado por la acción me­nos por las que se cumplen con intento de sacrificio" [5]. Debéis aprender que apeteciendo el fruto de la acción os atáis al mundo de las acciones, y que si que­réis ser libres, habéis de sacrificar el fruto de la ac­ción. "Así, ¡oh hijo de Kunti!, ejecuta tus acciones con este intento, desembarazado de todo apego. Este es el peldaño inmediato. No significa ello que como sacrificios hayan de separarse algunas ac­ciones del plan de actividad del hombre, sino que to­das las acciones han de tener carácter de sacrificio y considerarse como tales por la renuncia al fruto de la acción. Cuando sacrificamos el fruto de la acción, entonces empezamos a aflojar las ligaduras de acción que nos atan al mundo. Porque hemos leído: "De quien tiene los apetitos muertos y el pensamiento fir­me en la sabiduría, de quien sacrifica las obras y per­manece en equilibrio, todas las acciones se disipan" [6]. El mundo está ligado por el Karma, por la ac­ción, excepto cuando la acción es sacrificio. Tal es la enseñanza que empieza a resonar en nuestros oídos al acercarnos al término del Pravritti Marga, cuando ya es tiempo de volver a la nativa patria para entrar en el sendero de Regreso, en el Nivritti Marga. Cuando el hombre empieza a renunciar al fruto de la acción, cuando ya sabe cumplir todas sus acciones por deber, sin apetencia del fruto, entonces llega la época crítica en la historia de la evolución del alma humana; en­tonces resuena para él una nota todavía más alta y ha de aprender una lección aun más provechosa, que ha de conducirla al Nivritti Marga o Sendero de Regreso. Dice Krishna; "Más acepto que el de cual­quier ofrenda es el sacrificio de sabiduría, ¡oh Parantapa!, porque toda plenitud de acción, ¡oh Partha!, está culminada en la Sabiduría. Aprende esto por dis­cipulado, por investigación y por servicio. Los sabios, los videntes de la Esencia de las cosas, te alecciona­rán en Sabiduría. Y cuando lo hayas aprendido, no volverás a caer en confusión, ¡oh Pandava!, porque por ello verás a todos los seres sin excepción en el Yo y a todos en Mí [7]. Aquí vibra la nota que hemos aprendido a reco­nocer como nota de espiritualidad. Por el "sacrificio de Sabiduría", vemos todos los seres en el Yo y así en Dios. Esta es la nota del sendero de Regreso, del Nivritti Marga. Esta es la lección que ha de aprender el hombre evolucionante. Ahora llega el punto critico en la historia evolu­tiva del Jiva. Trata de sacrificar el fruto de la acción, de desvanecer todo apego. ¿Y cuál es el inevitable resultado? Se desvanece el apego al fruto, se afirma el vairagya, mueren las pasiones y el hombre se en­cuentra; por decirlo así, como suspendido en el vacío. Desapareció todo incentivo de acción. Ha perdido el estímulo del Pravritti Marga. Tampoco ha hallado to­davía el del Nivritti Marga. Le sobrecoge aversión a todo objeto. Parece fatigado de la Ley del Deber y aun no palpita en él la Ley del Sacrificio. En este instante de pausa, en este momento de suspensión en el vacío, parece como si hubiese perdido todo contacto con el mundo de las formas y de los objetos; pero tam­poco se ha puesto todavía en contacto con el mundo de vida, con "el lado de allá". Sucede con esto algo semejante a si un hombre atravesara un precipicio por angosto puente que de pronto se interrumpiera bajo sus pies sin que le fuese posible retroceder ni ganar la orilla opuesta. Quedaría como suspendido en el aire sobre el abismo. Perdió el contacto con cuanto le rodeaba. No temas, ¡oh alma acongojada!, cuando llegue este momento de suprema desolación. No temas perder el contacto con lo transitorio antes de que le halles con lo Eterno. Escucha a quienes sintieron el mismo desconsuelo, pero que pasaron más allá y vieron col­mado y lleno lo que vacío les pareciera. Óyeles pro­clamar la Ley de Vida en que has entrado: "Quien ame su vida la perderá, y quien pierda su vida alcan­zará la Eterna". Este es el testimonio de la Vida Interior. No po­demos tocar lo alto hasta perder el contacto con lo bajo. No podemos sentir lo superior hasta que se haya extinguido el toque con lo inferior. Un niño que trepa por una escala puesta junto a un precipio, oye la voz de su padre que desde arriba le llama. El niño desea alcanzar a su padre, pero está suspendido de la escala con ambas manos y ve debajo la boca de la sima. Mas la voz del padre le dice: "Suelta la escala y ponte las manos sobre la cabeza". El niño teme, porque si suelta la escala ¿no caerá en el abierto abismo? El ambiente la parece vacío; nada ve por encima de su cabeza; a nada puede asirse. Entonces se resuelve a un acto de suprema fe. Suelta la escala, extiende sus manos en el vacío y, ¡oh portento!, se ve sostenido por las manos del padre que junto a sí le alzan. Esta es la Ley de la Vida Superior. Renunciando a lo bajo se asegura lo alto, y al desechar la vida que cono­cemos, alcanzamos como propia la Vida Eterna. Sólo quienes lo han sentido pueden explicar el horror de aquel tremendo vacío en que se aniquila el mundo de las formas, pero en que todavía no se siente la vida del Espíritu. Mas no hay otra mediación entre la vida en la forma y la vida en Espíritu. Entre ambas se extiende el abismo que debemos transponer; y por extraño que parezca, en los momentos de su­prema angustia, cuando el hombre se repliega en sí mismo y sólo percibe en su derredor el silencio del vacío, es cuando de entre aquella aniquilación del mundo de los seres surge el Ser Eterno; y quien no veía sitio en donde poner los pies, se halla de pronto firme y seguro en la inconmovible roca del Eterno. Tales han sido las experiencias de quienes en el pasado alcanzaron la vida espiritual. Tal es el ejem­plo que nos han dejado para alentarnos cuando a nues­tra vez hayamos de cruzar el abismo. Leemos en los Shastras y en otros libros, cuyo texto abunda en sig­nificados esotéricos, que el discipulo se ha de acercar siempre a su Maestro con el haz del sacrificio en la mano. ¿Qué es el haz del sacrificio? Es toda cosa per­teneciente al mundo de la forma, todo lo que atañe a la personalidad. Todo lo debemos arrojar al fuego del sacrificio y nada debemos retener. Ha de consumir el hombre su naturaleza inferior y con sus propias manos encender el fuego. Ha de ofrecerse él mismo en sa­crificio. Nadie puede hacerlo por él. Da entonces la vida y por completo la entrega. Nada reserva incó­lume de cuantas cosas conocemos. Con recia voz cla­ma al Señor del Fuego que el sacrificio está dispuesto en el altar y que no le niegue el que ha de consumirlo. En la tribulación del aislamiento, confía en la Ley que no puede fallar, y dice: Si la Ley del Sacrificio es bas­tante robusta para sostener el peso del universo, ¿se quebrantaría acaso bajo el de un átomo como yo? Es bastante robusta para confiar en ella. Es lo más fuerte que existe. Según la Ley del Sacrificio, la vida del Espíritu consiste en dar y no en tomar, en efundir y no en usurpar, en entregarse y no en apresar, en desprenderse de cuanto se tiene, con la seguridad de alcanzar la plenitud de la Vida Divina. Y ved cuán natural es todo esto. La Vida inextinguible burbujea constantemente en la ilimitada plenitud del Yo. La forma tiene límites y la vida no. La forma vive de recibir y la vida se desenvuelve por dar. Por lo tanto, en la proporción en que nos desprendamos de lo que tenemos, daremos lugar y sitio a la Divina plenitud que a nuestro interior afluye y nos colmará en mayor medida que lo estuvimos antes. Así, pues, la renuncia­ción es la característica del Nivritti Marga. La re­nunciación es el secreto de la Vida; la apropiación el de la Forma. Tal es, pues, la Ley del Sacrificio a que debemos obedecer. Dar gustosos y disponernos siempre a dar. Por esto y sólo por esto vivimos. Al entrar en el Nivritti Marga, en donde la re­nunciación se nos ofrece por guía, su voz. parece áspera y fría y amenazador su aspecto. Confiad en ella cual­quiera que sea su apariencia y comprended por qué el sacrificio sugiere de momento la idea de pena. Desde el punto de vista material, el sacrificio des­truye la forma, la elimina del número de las cosas; y la forma, que siente cómo le arrebatan la vida, grita angustiosa y aterrorizada en demanda de la vida que mantiene su existencia. Así imaginamos que el sacri­ficio es un acto de sufrimiento acompañado de terror y angustia, y así continuaremos suponiéndolo mien­tras nos identifiquemos con la forma. Pero en cuanto nos abramos a la vida del Espíritu, a la vida que re­conoce al Uno en la multiplicidad de formas, entonces empezará a alborear en nosotros la suprema verdad espiritual de que el sacrificio no es pena, sino gozo; no tristeza, sino deleite; de que quien es afligido en la carne, es bienaventurado en el Espíritu, que es nuestra verdadera vida. Entonces se desvanece la ilusión que nos mostraba el sacrificio corno inseparable de la tristeza, y vemos que más intenso que cuantos placeres pueda ofrecer el mundo, más vivo que cuan­tos goces puedan dimanar de la riqueza, más feliz que cuantas felicidades pueda brindarnos la tierra, es el placer, el gozo y la felicidad del libre Espíritu que al efundirse halla la unión con el Yo y conoce que el Yo vive en múltiples formas y fluye por infinidad de cauces en vez de limitarse a una sola forma y contenerse en un solo cauce. Este es el gozo de los Salvadores del género hu­mano, de Aquellos que se elevaron al conocimiento de la unidad llegando a ser los Guías, Auxiliares y Re­dentores de la raza. Paso a paso, lenta y gradualmente, ascendieron más y más alto hasta asentar el pie en la margen opuesta del abismo de Nadidad. Recobraron el sentido de la realidad de la vida, y en el abismo de Nadidad en que por un momento les pareció haber perdido su propio ser, lo recuperaron súbitamente so­bre el mundo de las formas. Desde este superior nivel se ven todas las formas como continentes de una mis­ma Vida, de un mismo Ser. Ellos hallaron con ine­fable gozo que el viviente Yo se infunde en innumerables formas, entre las que no descubre diferencia porque todas son canales del Espíritu Uno. Por esto es capaz el Salvador del mundo de ayudar a la raza y robustecer las débiles fuerzas de sus hermanos. Desde la cumbreante altura a que se elevó, considera como propias todas las formas y a sí mismo se reconoce en cada una de ellas. Se alegra con el gozoso y se aflige con el triste. Es débil con el débil y fuerte con el fuerte, pues todos son partes de sí mismo. Igualmente tiende al justo que al pecador. No siente afección por uno repudiando al otro. Ve que en todos los planos vive el Ser único, aquella vida que es El mismo. Se reconoce en la piedra, en la planta, en el bruto, en el salvaje, en el santo y en el sabio, viendo una misma Vida por doquiera y a El en esta Vida. ¿ Cómo puede tener con ello motivo de temor ni causa de reproche? Nada existe sino el Ser Único ni nada fuera de El que hayamos de temer o desafiar. Esta es la verdadera Paz y esto y sólo esto es Sabiduría. En el conocimiento del Yo consiste única­mente la vida espiritual, y esta vida es gozo y paz. Así la Ley de Sacrificio, que es Ley de Vida, es también Ley de gozo, y al obedecerla experimentamos que no hay placer más intenso que el de efundirse ni gozo mayor que el de entregarse. Si nos fuese posible entrever momentáneamente un débil vislumbre de la Vida Espiritual, quedaría redu­cido este transitorio mundo a sus verdaderas propor­ciones, apareciendo en su intrínseco demérito los hom­bres de falaz valía. La Ley de Sacrificio, que es Ley de Vida y Ley de gozo y Ley de Paz, se resume en aquellas sublimes palabras: "Yo soy Tú Y Tú eres Yo". Traigamos por un instante esta elevadísima idea al nivel de nuestra vida cotidiana para ver cómo la Ley del sacrificio, al operar en nosotros, se mani­fiesta en el mundo exterior de los hombres. Hemos aprendido a realizar, aunque brevísimamen­te la unión con el Yo. Hemos aprendido una palabra, una letra del Libro de la Sabiduría. ¿ Cómo hemos de conducirnos, pues, con los hombres, hermanos nuestros? Vemos, por ejemplo, un hombre abyecto, degradado, ignorante e insensato con quien ningún lazo de pa­rentesco ni de pasado Karma nos liga, ni nada que podamos considerar obligatorio relaciona nuestra forma con la suya. Mas realizada por Ley del Sacrificio la unión con el Yo, vemos también el Yo en aquel miem­bro espurio de la familia humana, y desvaneciéndose la forma, reconocemos que somos aquel hombre y que aquel hombre es nosotros. Así la misericordia releva en el mundo espiritual a lo que es repulsión en el mundo de los hombres. El amor expulsa al odio, la ternura a la indiferencia y el Sacrificante se revela a quienes le rodean por el toque de divina compasión incapaz de repugnar las formas externas, y que úni­camente saborea la belleza del Yo en ellas recluido. El Sacrificador es sabio y tropieza, por ejemplo, con un ignorante. ¿Ha de sentir el menosprecio con que en el mundo suelen tratar los sabios a los igno­rantes y considerarse como un Ser superior? De nin­gún modo. No ha de considerar su sabiduría como pro­piedad personal, sino como patrimonio común a to­dos los hombres y difundirla entre los ignorantes sin sentimiento alguno de diferencia a causa de su unión con el Yo. Lo mismo sucede respecto de las demás diferen­cias existentes en el mundo de las formas. El hombre que vive según la Ley del Sacrificio, realiza la unión con el Yo y sólo reconoce diferencia entre los vastos continentes y no entre las vidas que en ellos moran. De aquí que acopie sabiduría y conocimiento en su separada forma con el único objeto de repartirlos en las demás. Así pierde el sentimiento de separatividad y llega a ser parte de la Vida del mundo. A medida que esto realiza, y reconoce que el único valor del cuerpo es servir de canal a lo superior, de instrumento a esta vida, poco a poco se sobrepone a todo pensamiento que no sea el de unidad y se siente parte del gimiente mundo. Siente entonces que las penas de la humanidad lo son también suyas, que los pecados de la humanidad son sus pecados, que la flaqueza de su hermano es su flaqueza, y así realiza la unidad, y a través de todas las diferencias, ve al inmanente y único Ser. Sólo por este medio podemos vivir en el Eterno. "Quienes ven diferencias van de muerte en muer­te". Así dice el Shruti. El hombre que ve diferencias está realmente muriendo sin cesar, porque vive en la forma que es caduca, que periódicamente muere y no en el Espíritu que es vida. Así, pues, en el grado en que no reconozcamos di­ferencias entre unos y otros, en el grado en que sin­tamos la unidad de la vida y experimentemos que esta vida es común a todos, sin que nadie pueda jactarse de su participación en ella ni suponerse superior a los demás, en el mismo grado alentaremos en la Vida Espiritual. Esta es, al parecer, la última palabra de la Sa­biduría enseñada por los Maestros. Nada sino esto es espiritual, nada sino esto es sabiduría, nada sino esto es verdadera vida. Si mis labios fuesen hábiles o mi emoción sufi­ciente para mostraros por un instante un relámpago del pálido vislumbre que por gracia de los Maestros alcancé de la gloria y belleza de la Vida que no distingue diferencia ni reconoce separación, de tal ma­nera ganaría vuestros corazones el encanto de esa gloria, que toda terrenal belleza fuera fealdad, escoria el oro y polvo las riquezas en comparación del inefable gozo de la vida que reconoce la Unidad. Difícil es imaginar esta gloria entre las separadas vidas de los hombres, la excitación de los sentidos y los errores de la mente; pero luego de vislumbrarla siquiera por un momento, cambia por entero el mundo, y una vez contemplada la majestad del Yo, nos parece indigna de nuestra aspiración toda otra vida. ¿Cómo podremos realizar, cómo llegaremos a poseer este admirable reconocimiento de la Vida más allá de toda vida, del Ser que transciende a todos los seres? Únicamente por cotidianos actos de renunciación en las menudencias de la vida ordinaria. Únicamente encaminando nuestros pensamientos, palabras y obras, al amor de la Unidad y a vivir en ella. Pero no sólo con la voz que la alabe, sino también con la acción que la practique en toda coyuntura, poniéndonos nosotros los últimos y dejando que los otros se pongan los pri­meros, indagando las necesidades de los demás a fin de remediarlas, mostrándonos sordos al grito de nues­tra naturaleza inferior. No conozco ningún otro ca­mino que el de este humilde, paciente y perseverante esfuerzo, hora por hora, día por día, año tras año, hasta subir a la cumbre del monte. Hemos hablado de la Suprema Renunciación de aquellos a cuyos pies nos postramos. No imaginéis que realizaran la suprema renunciación cuando al oír en el dintel de Nirvana los sollozos del angustiado mundo retrocedieron para auxiliarle. No realizaron entonces la renunciación suprema, sino, vez tras vez, en los centenares de pasadas vidas, por la constante renun­cia de las cosas del mundo, por su infatigable com­pasión y su cotidiano sacrifico en pro de la común vida humana. No renunciaron a última hora en el dintel del Nirvana, sino en el transcurso de muchas vidas de sacrificio, hasta que la Ley de Sacrificio fue Ley de su propio ser, de modo que en su postrera etapa les bastó con registrar en los anales del universo las innumerables renunciaciones de su pasado. Desde hoy mismo, si empeñamos nuestra volun­tad, podemos iniciar la gran obra de la renunciación, porque si no la practicamos en la vida ordinaria, en el trato cotidiano de nuestros prójimos, no seremos ca­paces de realizarla en la cima del Monte. Tal vez su­pongáis que la vida del discípulo consiste en heroicas hazañas, en pujantes proezas, en tremendos esfuerzos que con clara visión realiza para prepararse al último y supremo empuje que le ciña la corona del vencimiento. No es así, hermanos míos. La vida del dis­cípulo es una serie de menudas renunciaciones, de sacrificios cotidianos, un continuo morir en el tiempo para lograr eterna vida. La singular hazaña que ad­mira al mundo no es suficiente para el discipulado, porque de lo contrario, mayores que el discípulo fue­ran el héroe y el mártir. El discípulo ha de vivir en el hogar, en la ciu­dad, en el taller, en los negocios, entre el común de los hombres. La verdadera vida de sacrificio es la del que completamente se olvida de sí mismo hasta el punto de no costarle esfuerzo alguno la renunciación. Si lle­vamos vida de sacrificio, vida de renunciación, si dia­riamente perseveramos en anteponer los demás a nosotros mismos, algún día llegaremos a la cumbre del Monte, viendo desde allí cómo hemos cumplido la suprema Renunciación sin imaginar jamás que nin­gún otro acto fuese posible.

FIN





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2003





[1] Bhagavad Gita, VI, 16, Biblioteca Orientalista
[2] Bhagavad Gita, IX, 30, 31.
[3] Bhagavad Gita, IV, 31
[4] Bhagavad Gita, III, 11
[5] Bhagavad Gita, III, 9
[6] Bhagavad Gita, IV, 23
[7] Bhagavad Gita, IV, 33, 34, 35

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