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jueves, 14 de mayo de 2015

13- MUERTE y REENCARNACIÓN



Párrafos tomados del libro: “Un Libro de Texto de Teosofía”, de C. W. Leadbeater



MUERTE y REENCARNACION

La muerte es la dejación del cuerpo físico; pero no hay en ella más diferencia para el Ego, que para el hombre físico la dejación de un gabán, porque una vez despojado de su cuerpo físico, el Ego continúa viviendo en su cuerpo astral (o cuerpo de deseos) hasta consumir la energía generada por las emociones y pasiones en que consintió durante la vida terrena, pues entonces sobreviene la segunda muerte y también se desintegra el cuerpo astral, de modo que el Ego continúa viviendo en su cuerpo mental y en el mundo mental inferior. En esta condición permanece hasta que se extinguen las energías mentales generadas durante sus últimas vidas astral y física, cuando a su vez abandona el cuerpo mental y vuelve a ser un Ego en su propio mundo, actuando en su cuerpo causal.
Por lo tanto, no es la muerte lo que de ordinario se entiende por tal, sino una sucesión de etapas de vida continua, que se pasan una tras otra en los tres mundos: físico, astral y mental. La proporción del tiempo que el hombre pasa en cada uno de dichos mundos depende de su grado de adelanto. El salvaje vive casi exclusivamente en el mundo físico y al fin de cada vida terrena permanece sólo unos cuantos años en el mundo astral. Según evo­luciona, es más duradera su vida astral y cuando nace el entendimiento y es capaz de pensar, pasa también algún tiempo en el mundo mental. El hombre ordinario de los pueblos civilizados per­manece más tiempo en el mundo mental que en los físico y astral y cuanto más adelantado está el hombre en su evolución más larga es su vida en el mundo mental y más corta en el astral.
La vida astral es el resultado de todos los senti­mientos que entrañan el elemento egoísta. Si han sido concretamente egoístas, colocan al hombre en muy desagradables condiciones en el mundo astral. Si aun­que teñidos de egoísmo han sido buenos y amables, les proporcionan una relativamente placentera, pero to­davía limitada, vida astral. Si los pensamientos y emo­ciones fueron del todo inegoístas, le conducirán a la vida en el mundo mental, que por lo tanto no podrá menos de ser dichosa.
La vida astral que el hombre hizo de por sí des­dichada o relativamente gozosa, corresponde a lo que los católicos llaman purgatorio. La vida en el mundo mental inferior, que siempre es enteramente feliz, co­rresponde a lo que se llama “cielo”. El hombre determina por sí mismo su purgatorio o su cielo, que no son lugares, sino ‘estados de conciencia’. El infierno no existe. Sólo es una ficción de la fantasía teológica; pero quien insensatamente viva puede for­jarse un muy desagradable y duradero purgatorio. Ni el purgatorio ni el cielo son eternos, porque una causa finita no puede producir infinitos resultados. Las variaciones de su duración son tan amplias que inducirían a error cuantas cifras se fijasen. (…)

La vida del Ego en su propio mundo (el mental superior), tan gloriosa y completamente satisfactoria para el hombre evolu­cionado, no tiene apenas importancia para el hombre ordinario, porque todavía no alcanzó el grado de adelanto que requiere la actuación en el cuerpo causal. En este cuerpo se retrae el hombre, obediente a las leyes de la naturaleza, pero entonces pierde la sensa­ción de vida activa y su incesante ansia por experi­mentarla una vez más lo encamina a otro descenso en la materia.
Tal es el plan de evolución señalado al hombre en la presente etapa. Ha de desenvolverse descendiendo a materia más densa y después ascender llevando con­sigo el resultado de las logradas experiencias. Por lo tanto, su verdadera vida abarca millones de años y lo que las gentes acostumbran a llamar una vida humana no es más que un día de tan dilatada existencia; y en realidad aún es menos que un día, pues a una vida de setenta años en la tierra suele seguir un período veinte veces más largo de permanencia en las superiores esferas.
Cada ser humano tiene tras si una larga serie de vidas físicas y al hombre ordinario le espera todavía una mucho más larga serie de ellas. Cada una de dichas vidas es como un día pasado en la escuela. El Ego se recubre con su vestidura de carne y va a la escuela del mundo físico para aprender ciertas lecciones. Las aprende, deja de aprenderlas o medio las aprende según sea el caso, durante el día escolar de la vida terrena. Después se despoja de la vestidura de carne y retorna a su propio mundo, a su nativa patria en busca de re­frigerio y descanso. En la mañana de cada nueva vida reanuda la lección en el mismo punto en que la dejó la noche antes. Puede aprender algunas lecciones en un día, mientras que otras le cuestan muchos días de aprendizaje. Si es alumno aplicado y aprende prontamente lo que necesita saber, si comprende bien las disciplinas de la escuela y se toma el trabajo de ajustar a ellas su conducta, su vida escolar será relativamente corta y al fin de ella entrará muy bien equipado en la ver­dadera vida de los mundos superiores, para la que aquélla fue tan sólo preparación.
Otros Egos son alumnos torpes que tardan en aprender las lecciones y algunos no comprenden las reglas de la escuela y las quebranta sin cesar su ig­norancia. Otros son díscolos y aunque conozcan las reglas no pueden armonizarse desde luego con ellas. Todos éstos tienen más larga vida escolar y con sus acciones demoran la entrada en la vida real de los mundos superiores. En esta escuela no puede fracasar definitivamente ningún alumno. Todos han de asistir hasta aprender la última lección. En cuanto a esto no les queda otro re­curso, pero se les deja a su arbitrio el tiempo necesario para prepararse al examen superior. El alumno prudente echa de ver que la vida escolar no tiene valor intrínseco, sino que tan sólo es una preparación a más alta y gloriosa vida, se esfuerza en comprender tan por completo como le es posible las reglas de su escuela y a ellas ajusta su conducta tan estrechamente como puede, de modo que aproveche el tiempo en aprender cuantas lecciones necesite. Coopera inteligentemente con los Instructores y emprende cuan­ta labor está a su alcance a fin de cumplir la mayor edad y entrar en su reino como glorificado Ego.
La Teosofía nos enseña las leyes, reglas y normas de la vida escolar y con ello proporciona mucha ven­taja a sus estudiantes. La primera ley capital es la de la evolución. Todo hombre ha de llegar a ser perfecto y educir en sumo grado las divinas posibilidades latentes en su interior, porque este desenvolvimiento es el objeto de todo el plan de la evolución humana. La ley de evolución le impele sin cesar hacia más levantadas empresas y si es prudente se adelantará a sus exigencias, anticipándose al necesario curso de lecciones, porque así no sólo evita todo antagonismo con la ley sino que obtiene el máximo auxilio de su acción. El que se rezaga en  la carrera de la vida se ve espoleado incesantemente por la ley, de modo que le acarrea sufrimiento resistirse a su impulso. Así el que se rezaga en el sendero de la evolución se ve acosado e impelido por su sino, mientras que quien inteligente­mente coopera con la ley es libre de escoger el camino que ha de seguir, con tal que vaya en ascendente pro­gresión.
La segunda ley capital de la evolución es la de causa y efecto. No hay efecto sin causa y toda causa ha de producir su efecto. Por lo tanto, estos dos ele­mentos se unifican, porque al poner uno en acción se pone necesariamente el otro. En la naturaleza no hay lo que suelen llamarse premios y castigos, sino causas y efectos. Tal como se ven en mecánica y química los ve el clarividente en los problemas relativos a la evolución. La misma ley rige en todos los mundos. En todos es el ángulo de reflexión igual al ángulo de incidencia. En una ley mecánica que la acción y la reacción son contrarias e iguales. En la sutilísima materia de los mundos superiores no siempre es instantánea la reac­ción. A veces se dilata durante larguísimos periodos de tiempo, pero sobreviene exacta e inevitablemente. Tan certera en su actuación como las leyes mecá­nicas del mundo físico es la superior ley según la cual el hombre que emite un buen pensamiento o ejecuta una buena acción recibe bien en cambio y que quien emite un mal pensamiento o ejecuta una mala acción recibe exactamente el mismo mal, pero no como pre­mio o castigo otorgado o infligido por una voluntad externa, sino tan sólo como lógicos y automáticos re­sultados de su propia actividad. El hombre aprecia los resultados de las leyes mecánicas del mundo físico, porque la reacción sigue casi inmediatamente y visiblemente a la acción. Pero no advierte la reacción en los mundos supe­riores porque tarda en sobrevenir y a veces no sobre­viene en esta vida sino en la futura. La acción de la ley de causa y efecto soluciona muchos problemas de la vida ordinaria y explica el porqué de los diversos destinos de los hombres y de las diferencias que se advierten entre ellos. Si uno es muy inteligente para ciertas cuestiones y otro muy torpe es porque el primero se esforzó en una vida anterior en el estudio de aquella especialidad, mientras que el torpe la estudia por vez primera.
El genio y el niño prodigio no reciben sus dotes por capricho de Dios sino que son el resultado de varias vidas de estudiosa apli­cación. Las diversas circunstancias que nos rodean y las cualidades que poseemos son consecuencias de nuestras pasadas acciones. Somos lo que nosotros mis­mos nos hemos hecho y nos sucede lo que merecemos por lo tanto los efectos se ajustan a las causas. Aunque esta ley natural obra automáticamente, hay un orden de ángeles o devas encargados de admi­nistrarla, quienes si bien no pueden alterar ni en un ápice el resultado de un pensamiento o de una acción, está en sus atribuciones apresurar o diferir su efecti­vidad y determinar la manera de realizarlo. Si así no fuese tendríamos que en las primeras etapas de su evolución podría el hombre cometer tan graves errores que no tuviera fuerzas bastantes para sufrir de una vez las consecuencias, El plan de Dios es conceder al hombre cierto grado de libre albedrío y si hace buen uso de él se le aumentará progresivamente la facultad de opción; pero si de él abusa, habrá de sufrir las consecuencias de sus malas acciones y se verá restringido por ellas. Según aprende el hombre a usar bien de su libre albedrío, se le concede en mayor grado, de modo que puede adquirir ilimitado poder para el bien, mientras que se le restringe su poder para el mal. Le es posible progresar cuanto quiera, pero no se le permite perma­necer siempre en la ignorancia. Natural es que en las primeras etapas de la vida salvaje, el mal prevalezca contra el bien y si los re­sultados de sus malas acciones cayeran entonces de golpe sobre el hombre estrujarían las aun débiles e incipientes facultades. Además, son de muy diversa índole los resultados de las acciones humanas, pues mientras el de algunas es inmediato, el de otras necesita mucho tiempo para su efectividad y así sucede que según adelanta el hombre tiene suspendida sobre él una nube preñada de resultados buenos o malos en espera de realización. Podemos comparar este conjunto de expectantes efectos como una deuda contraída con la Naturaleza que se va cancelando por partes ora alicuantas, ora alícuotas, señaladas a cada uno de los sucesivos naci­mientos. La parte asignada es el destino del hombre en cada vida. Todo esto significa que le corresponde cierta can­tidad de penas y otra de alegrías, de sufrimientos y goces, que inevitablemente ha de experimentar; pero queda a su completo y libre albedrío la manera de arrostrar y hacer uso de su destino, equivalente a una cantidad de energía que forzosamente se ha de actua­lizar, aun que cabe la posibilidad de modificar su acción oponiéndole otra energía contraria como sucede en los sistemas de fuerzas mecánicas.
El resultado de las malas acciones pasadas es de la misma índole que cualquiera otra deuda. Puede pagarse de una vez en una tremenda catástrofe comparable a un cheque a favor del Banco de la Naturaleza, o tam­bién puede pagarse en la divisoria moneda de menudos disgustos, contratiempos y sinsabores. Pero lo cierto es que de un modo u otro ha de saldarse. Por lo tanto, las condiciones de nuestra vida pre­sente son en absoluto el resultado de nuestras acciones en las pasadas, de lo que se infiere lógicamente que nuestras acciones en la vida actual determinarán las condiciones de las vidas venideras. El que se encuentra limitado en sus facultades o en adversas circunstancias no siempre es capaz de me­jorar su condición en la vida actual, pero sí puede ase­gurarse en la futura la condición que escoja. Las acciones del hombre no se contraen a él mismo sino que repercuten en quienes le rodean. A veces la repercusión es insignificante, pero otras veces puede ser importantísima. Los resultados de poca monta se­rán pequeñas partidas en nuestra cuenta con la Natu­raleza; pero las consecuencias graves serán cuenta de mayor cuantía que se habrá de saldar directamente con el individuo en quien haya repercutido nuestra buena o mala acción. Quien dé de comer a un mendigo hambriento o le prodigue consuelo recibirá el resultado de su buena obra como una participación en los colectivos beneficios de la Naturaleza; pero quien por efecto de una buena acción cambie en redondo el rumbo de la vida de alguien, seguramente lo encontrará en una vida futura para que le devuelva el beneficio. Quien moleste al prójimo habrá de sufrir propor­cionalmente por ello de algún modo y en alguna parte en tiempo futuro, aunque no vuelva a encontrar jamás al molestado; pero quien ocasiona gravísimo perjuicio a otro, le estropea la vida o le retarda la evolución, encontrará seguramente a su víctima en alguna vida venidera para tener oportunidad de resarcir con su abnegado servicio el daño que le ocasionó.
En resumen, las deudas menudas se satisfacen del fondo común; las cuantiosas, se han de pagar personalmente. Tales son los principales factores que determinan el próximo nacimiento del hombre. Primero actúa la capital ley de evolución, cuya tendencia es impeler al hombre hacia la situación que le ofrezca más favora­bles ocasiones de educir las facultades que mayormente necesite.
Para el cumplimiento del plan general de evolu­ción, la humanidad está dividida en grandes razas, lla­madas razas raíces, que sucesivamente prevalecen y gobiernan el mundo. Una de estas razas es la aria o indocaucásica a que hoy pertenecen los más adelantados habitantes de la tierra. La precedió en el orden de evo­lución la raza mongólica, llamada usualmente atlante en los libros teosóficos porque floreció en un continente que estuvo donde hoy se agitan las aguas del Atlántico. Antes de la mongólica prevaleció en el mundo la raza negra, de cuyos descendientes todavía existen algunos, aunque mezclados con vástagos de las razas posteriores. De cada raza raíz derivan varias ramas llamadas subrazas, como por ejemplo la romana y la teutónica; y cada subraza se divide en diversos vástagos, tales como los italianos y franceses derivados dé la subraza romana y los ingleses y alemanes de la teutónica. Esta ordenación tiene por objeto proporcionar al Ego la mayor variedad de circunstancias, condiciones y ambientes. Cada raza está especialmente adecuada para que sus individuos eduzcan y fortalezcan una u otra de las cualidades necesarias en el transcurso de la evo­lución. Cada país ofrece un número casi infinito de condiciones de riqueza y pobreza, un dilatado campo de posibilidades o total carencia de ellas; facilidad o difi­cultad para el adelanto individual. Por entre toda esta innumerable multitud de condiciones la ley de evolución impele al hombre a que se coloque en las más convenientes a sus necesidades en la etapa de evolución en que se halle. Sin embargo, la obra de la ley de evolución está condicionada por la de causa y efecto, porque las ac­ciones del hombre pueden haber sido tales que no me­rezca encontrar las mejores ocasiones posibles de adelanto, es decir, que en su pasado pudo haber puesto en actividad ciertas fuerzas cuyo inevitable resultado sea la limitación que le impida aprovechar las ocasiones fa­vorables y haya de contraerse a posibilidades de se­gundo orden.
Así cabe decir que si la ley de evolución obrara libremente por sí misma, colocaría siempre al hombre en las más favorables ocasiones de adelanto; pero está restringida y condicionada por las pasadas acciones del hombre. Importante característica de dicha limitación y una de las que mayormente pueden resultar en bien o en mal es la influencia que en un ego ejerzan aquellos con quienes en el pasado contrajo concretas relaciones de amor o de odio, de beneficio o perjuicio, es decir, todos aquellos egos a quienes ha de encontrar de nuevo a causa de los lazos que con ellos anudó en pretéritos tiempos. Este enlace es un factor que se ha de tener en cuenta antes de determinar en dónde y cómo ha de renacer. La voluntad de Dios es la evolución del hombre.
Los esfuerzos de la Naturaleza, manifestación de Dios, propenden a proporcionar los medios más a propósito para dicha evolución, que sin embargo está condicio­nada por los merecimientos del hombre y los lazos con­traídos en el pasado. Cabe suponer que cuando el hombre reencarna puede aprender en cualquiera de cien estados las lec­ciones necesarias para la vida que ha de pasar. De la mitad o aún más de dichos estados puede quedar ex­cluido a consecuencia de sus pasadas acciones y entre las posibilidades que le restan, la elección puede estar determinada por la presencia en tal o cual familia o en tal o cual vecindario de otros Egos de quienes ha de recibir algún servicio o a quienes ha de pagar una deuda de amor.




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